sábado, 13 de julio de 2013

SEGUNDA SESIÓN - Video 2

          En la sesión sinodal de Julio, uno de los expositores que nos acompañó fue el padre Eduardo Pérez-Cotapos, de la congregación de los Sagrados Corazones, y nos invito a reflexionar sobre "Jesús, lugar de la Iglesia". El video completo de su exposición se encuentra en el siguiente link:



PARA COMENTAR: ¿Qué temas específicos debemos abordar en nuestro Sínodo, con respecto a la Evangelización en Concepción, como fruto de la reflexión a la que nos ha invitado el P. Eduardo?

SEGUNDA SESIÓN - Video 1

          En la sesión sinodal de Julio, uno de los expositores que nos acompañó fue el padre Jorge Delpiano, de la Compañía de Jesús, y nos invito a reflexionar sobre la importancia y el sentido "Sentir en la Iglesia". El video completo de su exposición se encuentra en el siguiente link:



PARA COMENTAR: ¿Qué temas específicos debemos abordar en nuestro Sínodo, con respecto a la Evangelización en Concepción, como fruto de la reflexión a la que nos ha invitado el P. Jorge?

Puedes leer completa la exposición del P. Jorge en los siguientes links:

SEGUNDA SESIÓN - Texto: "Jesús Lugar de la Iglesia"


JESÚS, LUGAR DE LA IGLESIA

P. Eduardo Pérez-Cotapos ss.cc.








Me pidieron una meditación, una reflexión, una orientación sobre Jesús en su relación con la Iglesia, o de la Iglesia en su vínculo con Jesús. Y me pregunté qué podría decir. De Jesús todos sabemos muchísimas cosas. Podríamos hacer un elenco grande de experiencias y de conocimientos sobre Jesús. Y me pareció que no me cabía, que no tenía sentido, que hiciera una síntesis de lo que todos ya sabemos, para eso todos estamos más o menos capacitados; y además nos la acaba de hacer el padre Jorge perfectamente; por lo tanto, ya está hecha, no habría que hacer nada más. Me pareció más interesante poner de relieve algunos aspectos de Jesús que me parecen particularmente importantes para este momento de la Iglesia.
Días atrás, estando en un grupo en Santiago, donde vivo, alguien me preguntaba: en este momento eclesial, ¿Qué aspectos de Jesús pondrías de relieve? ¿Qué aspectos de Jesús resaltarías? Y he seleccionado tres, que quiero compartir con ustedes en este plano. No es todo lo que se pueda decir de Jesús, sino algunas cositas que me parecen fundamentales en este momento eclesial y que pueden servir también para el trabajo sinodal.

1. Lo primero es el tema de la Encarnación de Jesús. Si uno se acerca a los evangelios, llama la atención que Jesús sea presentado como alguien que comparte en todo la condición de sus oyentes. Los que escriben el evangelio no son periodistas, son creyentes; creyentes que han reconocido a Jesús como mesías, como al hijo de Dios, lo dicen desde el inicio, por ejemplo en San Marcos (cf. Marcos 1,1). Son personas que se están jugando la vida por Jesús, profundamente, pero ponen esto como un acento fundamental de su fe: la Encarnación del Hijo de Dios. No es que por simplismo no lo reconozcas como hijo de Dios, sino que la fe del Nuevo Testamento es decirnos: el hijo de Dios ha tomado nuestra condición humana, se ha hecho semejante en todo a nosotros y lo ha hecho por amor.
Expresiones tan claras como las de San Juan: “Tanto ha amado el Padre al mundo que nos ha regalado a su Hijo para salvarnos” (cf. Juan 3,16). Ha llegado al extremo de amor, de darnos a su Hijo en una semejanza a la nuestra. La Encarnación es en carne semejante a la nuestra, es decir, sometido a nuestras debilidades y eso como manifestación del amor. De hecho, podemos decir que cuando hablamos de encarnación, nos podemos imaginar que se trata de una especie de estrategia apostólica. Tú, cuando vas a un grupo, hazte semejante al grupo, usa el lenguaje que el grupo tenga; esa estrategia apostólica la conocemos. Aquí, en cambio, hay un asunto profundo de la fe: Jesús comparte totalmente nuestra condición humana. Ese es un rasgo de nuestra profesión de fe.
Si ponemos el acento en la Encarnación, estamos desafiados a mirar con más hondura la misión de Jesús. Pues que, decimos, Jesús actuó predicando, sanando, anunciando el Reino, llamando discípulos, está bien. Pero ¿cómo lo imaginamos? ¿En qué categoría lo metemos? Y vemos que en los mismos evangelios, y hoy día, a Jesús lo ponemos en muchas categorías distintas. Yo seleccioné algunas que me parecen más frecuentes y que están en la Sagrada Escritura.
Algunos van a afirmar a Jesús como un juez. Como un juez que viene a premiar. Un juez que viene a premiar a los buenos y a castigar a los malos. Un Jesús que viene a hacer Justicia. Entonces nosotros, cuando hay un acto de injusticia nos decimos de repente: Señor, ¿dónde estás tú que toleras estas cosas? Porque si estuvieras tú, tendrías que hacer justicia. Como que, la experiencia de la presencia del Señor sería la de un justiciero. Pero Jesús nunca dice: aquí vengo yo como juez. No está en ninguna parte.
Hay quienes imaginan a Jesús como un líder social, un líder que conduce las masas, que resuelve los problemas. En el contexto del Nuevo Testamento eso significa ser el mesías y, entendido como mesías-rey; si después de la multiplicación de los panes lo quieren hacer rey, lo buscan para hacerlo rey. Porque la están dando: si un señor, de cinco panes, da de comer a una multitud, tengámoslo de rey, dicen. Si nos da pan a todo el mundo de un día para otro, se resuelven tantos problemas. Pero Jesús nunca dice, yo quiero ser rey. En ninguna parte.
Jesús a veces es presentado como pedagogo, como pedagogo que enseña los caminos de la fe, de la vida. E incluso en muchos pasajes de los evangelios se lo llama maestro, Rabí, como si el problema fuera una falta de comprensión. ¡Hay, Señor!, ¡la gente ya no sabe las verdades de la fe, ya el catecismo no está bien enseñado!, les falta conocer bien los contenidos. Porque si conocieran bien los contenidos todo estaría resulto. Pues no. Podemos conocer los contenidos a la perfección, y los grandes problemas de la vida no están resueltos. Y Jesús no viene a enseñar, porque la enseñanza nos queda un poco fuera.
Hay quienes que imaginan a Jesús como un profeta, un profeta con palabras exigentes, que viene a llamar a la conversión a los pecadores, motivándolos a la conversión.
Un podría seguir buscando imágenes para Jesús, cada una de ellas puede que tenga algo de verdad, puede que Jesús tenga algo de juez, algo de maestro, algo de pedagogo, algo de profeta; pero ninguna de esas imágenes apunta a lo esencial, y lo más claro es que Jesús no las usa para referirse a él mismo. A veces acepta, más o menos pasivamente, que se dirijan a él con esos términos; “Maestro”, por ejemplo; pero no las usa él refiriéndose a sí mismo.
Cuando Jesús quiere hablar de su tarea, de su ministerio, usa otras imágenes: “No necesitan de médico los que están fuertes, sino los que están mal”, “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Marcos 2,17). Él es el médico que se acerca al enfermo, al necesitado, al débil, al frágil, al vulnerable, al pecador, no para enrostrarle sus carencias, sino para sanarlo, para darle vida. Imagínense ustedes que llega un médico a verlo a uno y le dice: ‘y tú, tal por cual, cómo te fuiste a enfermar, mira lo que hiciste’. ¡Qué laya de médico! Es más bien que pregunte: ‘¿Qué te pasa? ¿Qué síntomas tienes, cómo lo estás llevando adelante? Y veamos, veamos qué podemos hacer para que te sanes’. Esa es la tarea del médico. Y al médico le permitimos que nos pregunte muchas cosas que a otra persona no le permitimos que nos pregunte. Y al médico dejamos que nos toque, que nos palpe por todos lados, como no dejamos que otra gente lo haga, porque el médico tiene que interiorizarse de nuestra condición. Mientras más se interiorice, más claramente va a poder mostrarnos el camino de la salud y de la vida.
El médico se acerca al paciente mirándolo con cariño, con atención, con sabiduría humana, con sabiduría espiritual, a fin de entender desde dentro cuál es la situación del enfermo y así poder darle vida. En este pasaje que ya he citado, “no necesitan de médico los fuertes sino los que están mal”, san Mateo, cuando da este pasaje, le mete una frasecita intercalada, entremedio, refiriendo al Antiguo Testamento. Y le dice, porque está esto en pelea con los fariseos: “Vayan pues a aprender qué significa ‘misericordia quiero, que no sacrificios’” (Mateo 9,12-13). Si quieren ser médicos, váyanse a aprender qué significa la misericordia. Es bonita la expresión “Váyanse a aprender” ¿no? Es como que aquí hay una tarea que va a tomar la vida entera.
En este sentido, la Encarnación de Jesús es manantial de vida para todos los sufrientes, es obra de la misericordia de Dios, es señal de su condescendencia para con toda la humanidad. Dando un pasito más, uno puede meterse en la Carta de los Hebreos, un escrito un poco más tardío del Nuevo Testamento que reflexiona mucho el sentido de Jesús. La Carta a los Hebreos se pregunta por las razones profundas de este modo de actuar de Dios. Y nos da el siguiente texto en el capítulo cuatro: “Teniendo pues un gran sumo sacerdote que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos nuestra profesión de fe”. Un gran sumo sacerdote, penetra los cielos, mantengamos la profesión de  fe, estamos como en lo más alto, pero aquí viene lo interesante: “pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado” (Hebreos 4,14-15).
Esta es la hermosura de la fe cristiana. Tenemos un sumo sacerdote, no digamos un cualquiera, que no lo es, pero que es capaz de compadecerse porque ha experimentado todo lo nuestro, ha compartido nuestra condición, ha experimentado personalmente nuestra condición de vida. Como para imaginar esto, recordemos que Jesús ha compartido nuestra alegría, pero también el dolor, las lágrimas, el sufrimiento cuando ha muerto su amigo lázaro. Jesús compartió los momentos de claridad personal: “Tú eres mi hijo, el amado”. Y también nuestros momentos de oscuridad, en el huerto de los olivos y en la cruz: “Señor, no tengo idea lo que viene, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya; si es posible, sácame este cáliz”, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Son momentos de mucha oscuridad.
Jesús experimentó la experiencia de ser acogido con entusiasmo y alabado y festejado, y la experiencia de ser rechazado. Incluso rechazado por los suyos, por los de su pueblo chico, de Nazaret. Ser traicionado por sus amigos, ser traicionado por sus discípulos, los que él había escogido. Porque que a uno lo rechacen los malos, está bien, eso es parte de la vida digamos, es parte hasta de cierto orgullo, ‘me llevo mal con esos, que son mis enemigos’. Pero entrar en conflicto con los propios, es una cuestión muy complicada. Jesús experimentó la posibilidad de sanar y de dar vida. Pero también la imposibilidad de hacer milagros por la falta de fe del pueblo. Han visto cosa más dramática que cuando uno quiere ayudar a alguien, y ese alguien se resiste, no escucha la palabra, no se deja ayudar, uno lo ve hundirse en el abismo y destruirse. Pues esa realidad también la experimentó el Señor. Experimentó todo lo nuestro: el cansancio, la sed, el hambre, la fatiga, el sueño, el dolor, la muerte. Incluso, la tentación, los evangelios no lo niegan. A diferencia nuestra no cayó en el pecado, no experimentó el pecado, pero sí la tentación. Sintetizando esto, la Carta a los Hebreos llega a decir que “Jesús, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal, ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente y aún siendo Hijo, por los padecimientos, aprendió la obediencia y, llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para los que le obedecen” (Hebreos 5,7-9). Aún siendo Hijo, experimentó la obediencia y la experimentó padeciendo, experimentó esa obediencia a Dios, que es la radical, de la cual el padre Jorge nos hablaba tan hermosamente: disponerse a muchas cosas que son ingratas en obediencia a Dios. Él nos hablaba de la obediencia al Obispo y tenía toda la razón en lo que decía, pero hay algo más de fondo todavía, esa obediencia radical a Dios, y decir: Señor, no solo acepto lo que tú me mandes, sino que te buscaré; te buscaré y me dispondré a seguirte.
Y es por eso que Jesús se presenta como un hombre manso y humilde de corazón, se presenta como el servidor de Yahvé, y ahí sí que acepta esa expresión para él mismo y la usa simbólicamente. El servidor de Yahvé, que es un servidor de Dios, que por amor se hace cargo del pecado de su pueblo, por amor a Dios y a sus hermanos, carga sobre sí las culpas de los demás, para expiar el pecado de los suyos. Es aquél que libremente entrega su propia vida para dar vida a los hermanos. Disculpen un ejemplo un poco simplista, es como el deudor solidario, el aval. Uno se atreve a firmar como aval, porque ese otro da seguridad que va a pagar. El tema es cuando el avalado no paga, y uno tiene que hacerse cargo de la deuda. ¡Por Dios que da rabia! Pero si uno se hace cargo de la deuda con alegría, con gozo:¡lo voy a sacar adelante! y ¡que se quede con lo que le estoy pagando, como de él!; y con amistad, lo salvaré del abismo en que está cayendo; bueno, eso es del servidor de Yahvé. Dicho en cosas mucho más amplias que una deuda.
Este es el nivel profundo de la Encarnación: compartiendo todo lo nuestro, por su entrega personal nos da la vida, con su palabra, con su ejemplo nos muestra el camino, pero sobre todo nos muestra vitalmente cuál es el único camino que lleva a la vida verdadera, entregar la propia vida por los demás. No hay otro camino que de verdad lleve a la vida y eso Jesús nos lo mostró prácticamente; en carne y condición humana semejante a la nuestra. Es por eso que San Juan, quizás yendo más allá de las palabras textuales del Señor, dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14,6), ‘Yo soy el camino que verdaderamente conduce a la vida’. Es decir, no hay vida nueva si no es de alguna manera metidos en el cauce que Jesús nos ha mostrado vitalmente, prácticamente, concretamente.
Para comprender rectamente a Jesús, debemos prestar especial atención a esta dimensión de encarnación que es obra de su amor, y que a la vez es la condición apropiada para experimentar esa compasión que es la causa de nuestra salvación. Él ha pagado por nuestros pecados, él ha asumido una responsabilidad solidaria por nuestras culpas y nos ha salvado. Es éste un primer aspecto de Jesús, que quería poner de relieve hoy día.

2. Segundo, es la dimensión de fe de Jesús. Entender a Jesús como un creyente. Una segunda dimensión característica es ésta: la relación de Jesús con su Padre. Él ha venido de Dios, y vuelve a Dios, vive en una permanente obediencia al Padre, como va a insistir tanto el evangelista San Juan: ‘No hace sino lo que el Padre le ha mandado hacer, no habla sino lo que ha oído decir a su Padre’. Esta es la dinámica obediencial de Jesús que permite hablar de él como un creyente, como el creyente perfecto.
Una palabrita sobre la fe. Porque a veces uno se pregunta: cómo Jesús va a ser creyente. La fe es confiarse, la fe es fiarse plenamente en un Dios reconocido como confiable, así lo dice el Papa en la encíclica Lumen Fidei, un Dios confiable del cual yo me puedo fiar. En esta encíclica, Lumen Fidei, el Papa define la fe así: «La fe nace del encuentro con el Dios vivo que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el cual nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida» (Lumen Fidei 4). Un amor que nos precede, en el cual nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. El Padre y el Hijo viven desde toda eternidad esta permanente comunión de amor, esa es la condición de la trinidad.
Y partiendo de este horizonte teológico, el Papa llega a una propuesta sobre Jesús que yo encuentro muy sugerente, en la encíclica Lumen Fidei: «La plenitud a la que Jesús – estoy citando textualmente- la plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es solo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer» (Lumen Fidei 18). Expresión bonita: Jesús es aquel con quien nos unimos para poder creer. «La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver» (Idem). La fe es meterse en los ojos de Jesús y desde ahí enfrentar la realidad, participar en su manera de ver el mundo; por eso entendemos a Jesús como creyente que nos permite a nosotros ser creyentes. Y el Papa sabiamente relaciona esto directamente con la Encarnación: «Para que pudiésemos conocerlo –nuevamente, Lumen Fidei 18- para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo, en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia».
Aquí hermanos estamos en un tema central de la fe. Si a Jesús lo alejamos tanto, tanto, tanto, lo hacemos tan sacral, lo veneramos tanto que lo separamos de lo nuestro, no estamos venerándolo de verdad, porque lo que él quiere hacer es ser parte de lo nuestro, encarnarse en lo nuestro, mostrarnos un camino desde nuestra condición para que podamos seguirlo. Para decir ‘yo sé mirar como ustedes miran’, nos va a decir Jesús, ‘métanse en mis ojos, miren conmigo. Es evidente que yo miro de una manera distinta a la de ustedes pero aprendan, aprendan de mí’, “aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”, ‘aprendan de mí que he cargado con las culpas de ustedes, hagan ustedes lo mismo; aprendan de mí que les he lavado los pies, pues hagan ustedes lo mismo’. Qué sacamos con tener un Señor que de verdad sí comparte todo lo nuestro, si lo imaginamos como no compartiendo lo nuestro; en ese caso no podría ser camino de vida para nosotros.
Los discípulos comprendieron con claridad que la referencia esencial y permanente para Jesús en todo era su Padre. Si el evangelio de Juan pone este rasgo como una dimensión central, al punto de llegar a decir: “Yo y el Padre somos uno” (Juan 10,30). Los evangelios nos señalan que esta referencia esencial de Jesús al Padre se expresaba privilegiadamente en momentos de oración, de oración a solas, de oración ante los grandes momentos, las grandes decisiones de la vida.
La primera tradición teológica puso el acento en esta dimensión de obediencia de Jesús como uno de los rasgos que lo dignifica. Nosotros pensamos que obedecer nos humilla. ¡Yo estoy grande para estar obedeciendo, yo soy autónomo para obedecer! Es que la obediencia por amor nos dignifica. Todo el tema del sentir en la Iglesia como lo expresaba el padre Jorge apunta exactamente en esa línea. La obediencia nos dignifica, la obediencia nos hermana y nos dignifica, no nos humilla. Y por obediencia Jesús llega a la cruz. “¡Abbá! ¡Padre! No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Marcos 14,36). Marcos es tan delicado, dice “¡Abbá! ¡Padre!”‘Papá, Papá cercano, que no se haga lo que yo quiero sino lo que quieres tú’, y no ‘Juez implacable, qué le vamos a hacer, ya me condenaste, tengo que acatar la sentencia’; no es esa la actitud, es ‘Abbá, Abbá que se haga lo quieras tú’. Y no como niño mimado: ‘Papá, papá, papá, haz lo que yo quiero y si no me pongo a chillar’; entonces ahí no estamos en el misterio de la fe. Y como dice el himno de la Carta a los Filipenses, “se hizo obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz”, muerte humillante de cruz, “Por eso, - por eso, porque se hizo obediente - Dios lo exaltó, y le dio el nombre que está sobre todo nombre” (Filipenses 2,8).
Este es el segundo rasgo que yo quería poner de relieve y resaltar para este momento, Jesús como el creyente, Jesús como el que nos enseña a creer, Jesús como quien se confió totalmente en su Padre y por eso nos enseña a confiarnos en Dios, o más bien, tomando una expresión del Papa, nos acompaña para confiarnos en Dios de un modo ilimitado. La carta a Los Hebreos, que tiene una cristología tan hermosa nos dice: “Fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe” (Hebreos 12,2). Fijos los ojos en Jesús, punto de partida y meta de nuestra fe. Jesús nos muestra el camino para acércanos al Padre, nos regala ojos para ver, corazón para confiarnos plenamente en Dios. El papa Francisco lo va a decir de una manera bonita, sirva de resumen. Dice: “Tenemos necesidad de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios” (Lumen Fidei 18). El Hijo es el que nos explica a Dios, expresión bonita, plástica. “La vida de Cristo (…)” es decir, nos dijo el papa “-su modo de conocer al Padre,  de vivir totalmente en relación él- abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar” (Idem). Corramos el riesgo de decir: ‘Señor, me confío totalmente en Dios’, pero totalmente, totalmente, como esas abuelitas santas que uno encuentra por ahí de repente, que se han confiado en Dios desde siempre, al ciento por ciento. Saben re poco de teología y tienen re poca teoría sobre la Iglesia, pero han sabido que Dios es lo esencial para la vida y se confiaron. Si hiciéramos eso, estamos de verdad entrando en los ojos de Jesús.
¿Qué me interesa acá decir? Que la vida de Jesús es incomprensible sin este vínculo con el Padre, eso es lo que le da una clave de interpretación y ese vínculo con el Padre es la confianza total puesta en Dios. Si entendemos a Jesús como el bonito Maestro, como el que nos enseña, como el que hace milagros, como el que nos muestra esto, nos hace aquí, nos hace allá, y nos olvidamos que todo eso es porque hay un vínculo con el Padre, no hemos entendido el misterio de Cristo.

3. Y un tercer aspecto. Los Evangelios nos muestran un lenguaje de Jesús atrayente, convincente, entusiasmante. Detengámonos un poquito en el lenguaje de Jesús, en el modo como Jesús habla. Nos dice que Jesús hablaba de una manera que resultaba atrayente para sus contemporáneos; actuaba y hablaba de un modo especial, enteramente distinto al modo de hablar de los escribas y de los fariseos, que podían ser un poquito los colegas de Jesús, digamos. Socialmente, uno podría decir: Jesús es como un escriba, es como un maestro de la ley. Es que hablaba de otra manera, era completamente de otro estilo, totalmente distinto. Es como cuando uno va a un médico y a uno le dice, ‘lo que tiene usted es no sé qué, no sé qué’, con unas palabrotas que uno no entiende y no se acuerda; y ese otro médico que le da consejos prácticos, y uno dice ‘al fin entendí lo que me pasaba, porque me lo dijeron de una manera comprensible’.
¿Dónde está diferencia del lenguaje de Jesús? En que tenía una fuerza interior en sus palabras que resultaba fascinante, que dejaba admirados a quienes entraban en contacto con él. Para quienes lo siguieron, para sus discípulos, Jesús fue un hombre que los conmovió, los conmovió profundamente. El encuentro con Jesús les cambió la vida, les rompió la normalidad en que vivían hasta ese momento, para decirlo de alguna manera. Eran pescadores, tranquilos, con sus familias, sus parientes, sus botes, sus redes, como tantos pescadores de esta misma diócesis. Lo dejaron todo, y se fueron a una vida nueva y a una vida de itinerantes. Porque a veces imaginamos una vida nueva, ‘yo dejo esto, y me voy a instalar a otra parte’. Rehago mi bote, rehago mis redes, rehago mi casa, rehago mis amistades. Pues no, señor. Andaban cambiando de lugar todos los días: cada dos días, cada tres días, y por lo tanto se acabaron los botes, se acabaron las redes, se acabaron las amistades, se acabó la casa establecida, se acabó eso que uno vaya acumulando cosas en su pieza y cuando le toca cambiarse viene toda la complicación, ¿qué hago con tanto cachureo? Sino que, solo una maletita, lo más chiquitita posible porque vamos a tener que ir cambiando de lugar permanentemente.
Vida de itinerante, de itinerantes asustados, porque no los llamó para decirles ‘¿saben amigos? hagamos un Sínodo, establezcamos un proyecto y luego nos dedicamos el resto de la vida a aplicar el proyecto que hemos elaborado en común’. El Señor les dijo: ‘Vengan y síganme’. ‘¿Para dónde?’‘Para donde yo vaya. Síganme’. Y cuando iban camino de Jerusalén, los discípulos dicen ‘esta cuestión va mal, en Jerusalén no nos va a ir bien’. Van tan asustados que no se atreven ni a preguntarle; muertos de miedo, pero calladitos. Se han fijado que cuando uno tiene mucho miedo no pregunta. Cuando uno sabe que hay un problema, se hace el de los lesos, se va por otro lado, y no pregunta qué pasa, prefiere no saber; porque así van los discípulos, prefieren no saber dónde el Señor los está llevando. Porque claro, ellos van siguiendo a Jesús; van siguiendo a Jesús, que camina adelante, y los deja desconcertados, pero fascinados. No lo comprenden, pero los deslumbra, los entusiasma; que con su sola palabra Jesús haya llamado a un grupo de doce a seguirlo, que hayan dejado todo y lo hayan seguido tiene una cuestión fascinante, radical. Es verdad, los evangelios pueden contar las cosas un poquito embellecidas, puede ser un relato hecho a posteriori, las cosas no eran tan claras; pero sí es claro que estos discípulos lo siguieron y terminaron dando la vida por él, y por la sola palabra del Señor que los llamaba.
Jesús goza de una autoridad que viene desde su interior. Jesús no tiene una autoridad que le venga desde afuera, no tiene un reconocimiento oficial de nadie, nadie le ha dado un título, un diploma, que cuelgue en su pared, o una cuestión que se cuelgue en el pecho; ni reconocimiento de autoridades civiles, religiosas, o políticas. La fuerza de Jesús está en su palabra, en la coherencia de su mensaje. ¿Y por qué es entusiasmante su palabra y su mensaje? Porque sabe ver la realidad de sus contemporáneos, sabe mirar con hondura, con esa capacidad de penetración que solo puede dar una mirada templada en el amor. Aquí hay pocas mujeres, pero en honor a las pocas que hay -que deberían ser más, a lo mejor como pasa siempre en la Iglesia-, es como esas mujeres un poco brujas, que uno llega y si a uno lo conocen al minuto le dicen: ‘qué te pasa, en qué andas, de qué se trata’. ‘Pero si no te he dicho anda, estoy muy bien’. ‘No estás bien’. Es decir, se puede ver la hondura cuando se mira con amor, ésa es la palabra de Jesús que es entusiasmante. Y poder decir a la gente eso que uno a veces no quiere oír y cuando se lo dicen de frente lo dejan paralizado, o que quiere oír pero no se atrevía ni a preguntar. Ustedes saben que todos somos los reyes para hacernos los lesos, aquí y allá, y allá y acá, salvo cuando nos calzan. Cuando nos dicen la palabra exactísima que nos desnuda y uno entra en temblor. Si es muy fresco se las arreglará, cambiará de tema, hará un chiste pero uno queda como desubicado: ‘me pillaron, me desnudaron’.
Bueno, esa es la palabra de Jesús, es un lenguaje agudo porque es capaz de entender el corazón; no es un lenguaje pesado, no es un lenguaje exigente, condenador, sino radical con una mirada que entiende, que entiende con amor. No juzga ni condena, es el médico que busca entender la situación de la persona a fin de darle indicaciones que le ayuden a mejorar la calidad de vida. No habla para invitarlo a cambiar, por decirlo así, sino que le habla para invitarlo a entender mejor su vida y a vivir mejor, para vivir con más calidad. Y por eso la palabra de Jesús resuena como creíble, como convincente porque da cuenta de la realidad que están viviendo sus interlocutores. Es una palabra que tiene fuerza porque tiene raíces en la vida concreta de las personas, y es eso probablemente lo que hace que pescadores escuchen, dejen todo y se vayan tras él.
Las palabras de Jesús son palabras que revelan los corazones, que tocan la raíz profunda donde se anudan nuestras decisiones más hondas. Este rasgo impresionó profundamente a los contemporáneos de Jesús. Hay expresiones en los evangelios: ‘la gente se asombraba de su doctrina, porque nos enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas’ (Mateo 7,28-29). Como quien tiene autoridad y no como los escribas, esto es irónico. Los que tenían autoridad eran los escribas, tenían título, eran los maestros de la ley, profesionales, estudiados. Pero el que tenía la autoridad real, real, era Jesús. Es como en una parroquia. Los curas somos los que tenemos derecho a hablar y a hablar de todo. De repente nuestra palabra es creíble, y otras veces sale una pobre viejita por ahí con un discursito así medio tembloroso pero que dice la verdad verdadera y todos se la creen. La pobre señora no tiene ningún derecho a hablar pero es la que habla con autoridad. ¿Por qué? Porque recoge la experiencia y nos deja desautorizados a los que tenemos la autoridad recibida pero a lo mejor no hemos sabido calar en hondura lo que ahí estaba sucediendo. O en otros pasajes del evangelio: ‘quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen’ (Marcos 4,41).
Si la palabra de Jesús tiene esa capacidad de ayudar a ver a la propia realidad personal con ojos nuevos y por lo mismo pone a cada creyente ante una disyuntiva fundamental: acoger la palabra y entrar en la vida nueva o cerrarse a ella y mantenerse en la rutina. Porque cuando todo sucede más o menos rutinariamente uno puede continuar la rutina, y no hay mucho pecado, se ha hecho siempre igual; pero cuando a uno lo ponen en una disyuntiva, ‘mira las cosas en profundidad, ¿qué es lo que está pasando? Es esto y esto, hacemos acá o hacemos allá’, tengo que optar. Y la palabra de Jesús como que nos saca de la rutina, nos pone ante la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestra Iglesia, del país, del mundo, de las personas, y nos obliga a optar. Los evangelios dicen en este sentido que la palabra de Jesús pone en crisis a sus oyentes, los pone en actitud de discernimiento, de discernimiento de las consecuencias de lo que están viviendo y les pide optar. La palabra de Jesús, justamente porque extrae, porque interpreta lo que somos, nos pide tomar opciones y no resolver todo por rutinas.
En expresión de San Juan, que dice las cosas más clarito, como yendo más allá del Señor: “Porque Dios no ha enviado a su hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado, pero el que no cree ya está juzgado porque no ha creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios. El juicio está en que la luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras era malas” (Juan 3,17-19). Si todo está oscuro, hermanos, y no vemos las cosas y no tenemos claridad, que nadie nos condene porque actuamos mal. Pero si tenemos luz y vemos, y preferimos las tinieblas, nos hacemos culpables. Y la palabra de Jesús tiene ese poder de fascinación, de novedad, que nos pone ante la obligación de optar por él o por nuestras propias ideas, que es contra él. Y nos condenaremos no porque hayamos hecho mal, porque el buen ladrón era malo hasta el minuto que estaba en la cruz, pero fue capaz de acoger la luz del Señor y entrar en un camino nuevo.

Estos son los tres rasgos que yo quería recordar hoy día del Señor, proponer.
- Jesús encarnado, compartiendo todo lo nuestro como manifestación plena del amor de Dios, esta idea de que Dios nos salva desde el codo a codo de nuestra vida cotidiana, no por medio de decretos que vengan de lo alto. Permítanme la expresión del Papa Francisco, de la Lumen Fidei, reciencita: “Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones mediante el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros” (Lumen Fidei 20).
- Jesús creyente, viviendo una permanente y estrecha relación con su Padre, porque la vida de Jesús pierde su horizonte sin esta relación trascendente hacia el Padre y es precisamente ésta relación de confianza plena la que nos da ojos nuevos para acercarnos a Dios. En expresión del papa Francisco:“La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede”, nos acompaña, para que estemos seguros y en él podamos “construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro” (Lumen Fidei 4), se nos abre la mirada de futuro de Dios, no de nuestros planes ni de nuestros problemas.
- Y por último, este Jesús atrayente, que predica, que actúa de un modo tal que resulta fascinante aún para sus contemporáneos, atrae porque habla con amor de la vida real, porque posee una mirada amorosa, compasiva, misericordiosa, capaz de salvar nuestras realidades cotidianas y abrirnos los ojos para mirar nuestra vida de un modo nuevo. Y esta es la novedad del Evangelio.

Hasta aquí hermanos lo que quería comentar de Jesús. Y les decía que estos rasgos yo los escogía pensando también en la realidad de la Iglesia. La Iglesia, Jesús lugar de la Iglesia. Permítanme mostrarles las cartas, mostrar el otro lado del discurso. Yo tengo la impresión de que como Iglesia estamos en momentos complicados, porque nos sentimos frágiles, débiles, normales. El mundo está lleno de problemas y los mismitos problemas tenemos metidos dentro. Creíamos que éramos mejores y no somos mejores, somos parecidos, somos parecidos en todo. Jesús es semejante en todo a nosotros menos en el pecado y la Iglesia es semejante en todo a la humanidad incluso tantas veces en el pecado. Y entonces ¿Qué hacemos? ¿Estamos liquidados, avergonzados, callados, humillados eternamente? ¿O será ésta una condición de encarnación que nos muestre un camino de humildad? De ser mansos y humildes de corazón, codito a codito; decirle ‘hermanito, soy tan malo como tú, pero la fuerza me viene de Dios’. Y frente a Dios podemos estar de una manera nueva. Y quizá la condición de sabernos iguales al resto en el mal, en vez de paralizarnos apostólicamente puede ser una ocasión privilegiada para encontrar otras maneras sencillas, humildes, cotidianas, misericordiosas, compasivas, codo a codo, para anunciar el evangelio.
Segundo rasgo, como Iglesia nos hemos creído a veces poseedores de Dios. El papa Francisco dijo, de repente en esas imágenes un poco brutales que tiene, que al Señor lo teníamos encerrado a dentro de la Iglesia. Que estaba golpeando la puerta no para entrar sino para que se la abrieran para salir, porque lo tenemos encerrado. Es decir, hablar de Dios hermanos es muy complicado. Dios es muy grande, muy trascendente. Y estamos en una sociedad cada vez más plural y que no nos acepta el discursito de que nos creamos poseedores de Dios. Tenemos que ser, tenemos que aprender a ser creyentes con Jesús en un Padre que es mucho más que nosotros. Si Jesús dice, Jesús, Hijo, dice ‘Yo solo hago y digo lo que el Padre me enseña, y el Padre es más que yo, y hay cosas que solo las sabe el Padre’. Y nosotros de repente creemos sabérnoslas todas, y creemos tener a Dios armadito, bonito, simplecito, ordenadito. Es que eso es un ídolo, es que eso es un ídolo.
Y el papa Francisco en esta primera encíclica sobre la fe, tiene un capítulo largo, hermoso sobre la idolatría como riesgo de la fe (Lumen Fidei 13). Hacernos un dios a la medida. Esta diócesis tiene un diálogo duro, exigente con los hermanos reformados, protestantes y otras confesiones de fe. No vamos a poder dialogar mientras creamos ser poseedores de Dios. Solo cuando nos pongamos humildemente diciendo ‘busquemos a un Dios que está en mí, que está en ti, pero nos transciende a ambos’, vamos a poder dialogar. Incluso con el no creyente. Hay también una veta de bastante dificultad con la fe en esta diócesis, pero también es una oportunidad de dialogar; es decir, Dios es más, es más que tu no creencia, es más que mi manera pequeña de entender: busquémoslo, busquémoslo en común. Es decir, reforzar esta idea de un Dios, Señor, Padre trascedente y aprender de Jesús, ojos para relacionarse con el Padre. Jesús nunca dice: ‘no, saben que el Padre me contó que aquí y allá, que teníamos las cosas ya previstas, ya planificadas. Es que yo al Padre le pido cualquier cosa y me la concede’. Jesús vive el misterio del Padre. Que vivamos el misterio de Dios. Yo creo que ese es un desafío gigantesco hoy día.
Y lo tercero es el lenguaje. Aquí estamos entre hermanos de Iglesia. A mi asusta que en nuestro discursos de Iglesia, en todos los niveles, del Papa hasta la catequesis familiar de las parroquias, o bautismal, tenga un discurso muy bonito, teológicamente muy correcto, decimos cosas muy sanas, pero tan lejos de la vida real de la gente. Con palabras y con estilos tan distantes que finalmente, disculpando la expresión, nadie nos pesca. Nadie nos pesca. Que es lo peor, porque si pelearan y contra argumentaran y se metieran en el debate estaríamos mucho mejor. “Ya; el padrecito predica su cuestión, pero después viene la vida, y ahí están las cosas verdaderas. Eso es un discursito bonito que el tiene que decir”. Es decir, si no recuperamos un lenguaje como el de Jesús, un lenguaje que tenga algo de fascinación, de capacidad de tomar la vida, vamos a quedarnos sin palabras, que es un poquito mi sensación en estos momentos. Tenemos tantos documentos en la Iglesia, buenos, hermosos, claros; pero que finalmente, discúlpenme, llegan poco a la gente. Llegan poco. Y no son palabras que entusiasmen, que den vida y que transformen el corazón. ¿Cómo recuperar un lenguaje eclesial atrayente? Estamos en un momento privilegiado. El papa Francisco nos está habituando a expresiones así cortitas, breves, espectaculares; se está jugando en este tema del lenguaje. Es un tema que el Papa ya que ha trabajado formalmente: un lenguaje más incisivo, con esas imágenes que se nos van quedando en la memoria.
Esto es mostrarles el otro lado del discurso, ya que de alguna manera, me parecía, estos tres rasgos de la persona de Jesús que son muy importantes, pueden ser interesantes para nosotros en este minuto de la vida eclesial.

Gracias.


SEGUNDA SESIÓN - Texto: "Sentir en la Iglesia"



SENTIR EN LA IGLESIA

P. Jorge Delpiano s.j.









Para entender la expresión “sentir en la Iglesia”, hay que enfatizar el verbo “sentir”. Se refiere a “percibir”, “escuchar”; pero “sentir” se refiere, también, a algo relativo al afecto, al corazón, a “tener sintonía”.
“Sentir en la Iglesia” supone ser parte de ella (“en la Iglesia”); percibir lo que Ella siente. No es solamente algo racional, sino algo que lleva jugarse la vida por un cariño, y que hace percibir, hace escuchar. En este sentido lo estoy tomando en esta la mañana.
Algunos a veces hablan de sentir “con” la Iglesia; pero el sentir “con” parece que fuera algo desde afuera. Yo no estaría EN la Iglesia: escucho lo que dice la Iglesia, concuerdo con ella, pero no me juego por ella. El sentir en la Iglesia supone ser parte de ella y percibir lo que ella siente.
Para ir explicando este tema, tomaré una figura bíblica. Voy a ir haciendo referencias a Moisés, comentando algunos aspectos de este personaje de la Biblia, para que podamos concluir al final en este “sentir en la Iglesia”.
Moisés es miembro del pueblo de Israel, es un israelita; pero es un Israelita atípico, porque fue educado en la cultura egipcia. Siendo él muy pequeño, guagüita, lo rescató de las aguas del río Nilo la hija del Faraón; se lo llevó al palacio, y Moisés creció en la corte del Faraón. Es decir, recibió la cultura egipcia. Más tarde, siendo ya grande, vio a un egipcio que maltrataba a un israelita: pensando que nadie lo observaba, mató al egipcio y lo escondió en la arena. Pero se enteró de que lo habían visto y él mismo huyó a Madián. Esta región queda junto al golfo de  Aqaba, más allá del Monte Sinaí, en la península arábica, bastante lejos de Egipto.
Seguía siendo israelita allá en Madián, pero en otro contexto: no era la realidad que estaba viviendo su pueblo. Él estaba fuera, estaba lejos, no llegaban las noticias, y no sentía él lo que estaba viviendo el pueblo de Israel.
¿Cuál es el aporte de Moisés? La Biblia dice que Moisés era “el hombre más humilde que la tierra haya dado”, según el libro de los Números (12/3). La humildad es un requisito para “sentir en”; si estamos hablando de “sentir en la Iglesia”, la humildad es un requisito para comprenderlo y para hacerlo carne en nosotros. La pertenencia a un pueblo supone la humildad: ella es lo opuesto al individualismo; la humildad supone que yo me pongo de parte del otro, que escucho al otro y, por lo tanto, es un requisito para pertenecer a una comunidad humana.
Moisés es elegido para conducir a unas tribus semitas en un largo peregrinaje de cuarenta años. La misión encomendada a Moisés hará de él la imagen del gran intercesor. Dios lo envía a hablar con el Faraón para que éste deje salir a su pueblo de Egipto y, desde allí en adelante, Moisés va a ser el gran intercesor, porque tiene que escuchar a Dios y tiene que escuchar al pueblo. Al pueblo le va a presentar la queja de Yahvé, cuando el pueblo cae en apostasía, Dios va a hablar con Moisés, y será Moisés el encargado de advertir al pueblo que está rompiendo la alianza con Dios. Pero le va a hablar también a Dios de parte del pueblo, sobre todo pidiendo perdón en nombre de éste, a Yahvé, al Señor.
El intercesor asume la suerte de sus representados. No es una figura aislada del resto, está asumiendo la suerte de sus representados. Después del pecado de Israel, Dios le dice a Moisés: “Yo a ellos los voy a herir de peste y los desheredaré. Pero a ti te convertiré en un gran pueblo más poderoso que ellos” (Números 14/13). Y Moisés dice: “este pueblo ha cometido un gran pecado, pero dígnate perdonar su pecado. Y si no, bórrame del libro que tú has escrito” (Éxodo 32/32). El intercesor asume hasta el fin la representación del pueblo por el que está intercediendo.
El intercesor, Moisés, se presenta también al Faraón en favor de su pueblo, para aliviar la situación durísima que están viviendo: les han aumentado el trabajo, ya que no sólo tienen que fabricar los ladrillos, sino ahora también deben ir a buscar la paja al campo; pero la intercesión va a llegar hasta solicitar que deje salir al pueblo de Egipto, que es lo que Dios le había encomendado.
Moisés está impresionado, porque la alianza que Dios establece ahora es con un pueblo. Antes de Moisés, hay otras alianzas: cuando terminó el diluvio, Dios hizo alianza con Noé, y puso el arcoíris como señal. Pero era una alianza con Noé, y eso incluía a su familia, no había más. Dios va a hacer una alianza con Abraham, pero es una alianza en que le promete que va tener un gran pueblo, pero la alianza es con Abraham.
En el caso de Moisés, él cae en la cuenta de que ahora es algo diferente, la alianza no es con una persona, sino que es con un pueblo. “Tú serás mi pueblo, y yo seré tu Dios” dice el Señor. Moisés está impresionado por este cambio. Percibe que algo distinto está llevando a cabo el Señor.  Y Dios le revela a Moisés un secreto desconocido que es indescriptible: que Dios viene hacia el hombre, que viene hacia todos los hombres, hacia todas las personas, y que viene hacia el pueblo. Este Dios se compromete con la suerte de esas tribus, de esos hombres y mujeres que estaban sometidos a la esclavitud en Egipto.
Dios se compromete, pero además firma un contrato, y ese contrato Dios lo va a cumplir. La alianza está precedida por seis días, dice el libro del Éxodo, en que “la gloria del Señor estaba sobre el monte Sinaí, y la nube la cubrió durante seis días. Al séptimo día Moisés penetró en la nube y subió a la montaña, quedándose allí 40 días y 40 noches” (Éxodo 24/15). ¡Se queda Moisés, 40 días y 40 noches!
Moisés es un hombre de oración. Ser intercesor supone también ser un hombre de oración, un hombre de adoración, de alabanza, y de intercesión y acción. Se entiende con Dios, se comunica con Dios, pero está siempre atento a interceder por su pueblo y a actuar en favor de su pueblo. Moisés, podemos decir, es un contemplativo lanzado a la acción: un hombre que busca retirarse para estar a solas con Dios, pero a quien persistentemente Dios lo lanza a la acción. Es un contemplativo lanzado a la acción.
Dios se revela a Moisés como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. “Yo soy el Dios de tus antepasados. Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (Ex. 3/6). Pero Moisés quiere conocerlo con un conocimiento personal, no le basta con que sea el Dios de sus antepasados. Busca una experiencia personal de Dios y esto hace que comience a orar en verdad. La Búsqueda de Dios va a llevar a Moisés a ir purificando su oración y a ir centrando la oración en esta búsqueda de Dios, una oración que hará en verdad. Y entrará cada vez más en la intimidad con Dios, deseará que esta presencia no lo abandone en adelante. Lo que él va viviendo, lo que él va experimentando, él quiere que no sea una experiencia puntual, sino que permanezca en el futuro.
¿Cuál es la grandeza de Moisés? La grandeza de Moisés es la de su intimidad con Dios. “Es de toda confianza en mi casa, hablo con él boca a boca, sin enigmas, y contempla la imagen de Yahvé”, dice también el libro de los Números (12/7).
Antes de entrar más específicamente en la parte de “Sentir en la Iglesia”, quiero hacer una referencia a la historia de Moisés. En la historia de Moisés hay varias tentativas de liberación. El pueblo de Israel -las tribus que están en Egipto- está sometido a la esclavitud, y hay varios tentativos de liberación. Pero una sola es la vía de Dios.
¿Cuáles son estos tentativos de liberación?
El primero es la rebelión de las parteras. El Faraón había dado la orden que todos los hijos varones de los Israelitas fueran asesinados al nacer. Había aumentado mucho la población israelita, ya era peligrosa para los egipcios; se trata entonces de disminuir esta población, y el Faraón decide que sean eliminados los niños varones israelitas al nacer. Pero se ve que la mujer que asistió al parto de Moisés no hizo lo mandado por el Faraón y no lo mató. Eso le salvó la vida a Moisés, pero con el pueblo no pasó nada. La rebelión de las parteras, la historia de las parteras, no era la solución de Dios.
Segundo tentativo de liberación: el de la hija del Faraón. Ella actúa con misericordia con el niño supuestamente huérfano. Lo encuentra en un canastito en el río Nilo entre los juncos, lo toma, se conmueve y se lo lleva. Actúa con misericordia para con ese niñito, pero esto no cambia la situación de conjunto de Israel. No era la solución de Dios.
Tercera tentativa: la violencia. Cuando Moisés ve que hay un egipcio maltratando a un israelita, mata al egipcio y piensa que nadie lo ha visto. Pero este tentativo, por la vía de la violencia, termina por dividir a los mismos israelitas y genera más violencia por parte del sistema, y Moisés termina exiliado en Madián. Tampoco resultó: no era la vía de Dios.
El cuarto tentativo es el de las negociaciones. Moisés y Aarón negocian el mínimo con el Faraón: “déjanos salir a hacer un sacrificio a Yahvé en el desierto”. Están tratando de obtener la liberación temporal del pueblo, pero tampoco va a resultar por ese camino. Entonces se van a producir las pestes que recibirá Egipto como advertencia, según sabemos por el conocimiento que tenemos de la historia de Israel.
Quinto tentativo. Moisés cada vez tiene más prestigio y el faraón está cada vez más desprestigiado, en el relato bíblico.  Entonces, ¿no habría que sustituir al Faraón por Moisés? ¿No habría que poner a Moisés como jefe de Egipto? Tampoco es la vía de Dios. El que uno se prestigie y el otro se desprestigie, no es la vía de Dios.
¿Cuál es la vía de Dios para liberar a su pueblo? Es salir del sistema. Que no haya rey, que no haya palacio, que no haya esclavitud, que haya solidaridad, que sea un pueblo sacerdotal llamado a bendecir a todas las naciones, mostrándoles un camino distinto de sociedad. Esa es la propuesta de Dios. Y ese va a ser el proyecto de Dios para el pueblo de Israel. Por eso Dios no quiere que haya reyes, por eso no quiere que haya templo, por eso no quiere que haya palacios, él mismo no quiere tener una casa; por eso va a existir el estatuto del pobre, de manera que en Israel esté garantizado que nadie tenga que vender su parcelita por deudas, o por una mala cosecha, o por problemas de salud. El proyecto de Dios es distinto de todos los cinco anteriores que eran tentativas humanas de liberar al pueblo.
La Iglesia enfrenta problemas serios, lo conocemos, lo sabemos, no hay que matizarlos, ¡pero siempre la Iglesia enfrenta problemas serios, no sólo en nuestra época! La iglesia enfrenta problemas serios, ahora y siempre. Si vemos la historia de la Iglesia, sorprende cuando no hay crisis y enfrentamiento y, generalmente, corresponde con períodos de debilitamiento de la vida cristiana.
La tentación es buscar formas de solución que no corresponden a la “vía” que Dios quiere; no buscar la manera en que Dios quiere que haya solución a los problemas, ésa es la tentación. ¿Cuál es el estilo de Dios? Por ejemplo, Israel, no era el pueblo más numeroso, ni el pueblo más fuerte, ni el pueblo más rico. Es el más pobre de todos los pueblos de la tierra, es una cultura inferior a la de Babilonia (partiendo por los sumerios), inferior a Asiria, inferior a Egipto, inferior a Grecia. Y allí está este pueblo que es pequeñito, en un territorio pobre, en que son poco numerosos: ¡ése es el criterio de Dios para elegir a su pueblo!
Vemos, también, el criterio del número escaso como estilo de Dios, en la historia de Gedeón, que tiene treinta y dos mil guerreros para defenderse de Madián, y Dios le dice: “Son muchos: si ganan, van a pensar que lo hicieron por ustedes”. Y entonces le va a reducir el ejército hasta que queden solamente trescientos. Y les dice: “bueno, ahora sí, ahora vamos a la batalla y sabrán que fui yo el que les di la victoria”.  (cf. Jueces 7).
¿Qué supone el “sentir en la Iglesia? Teniendo en cuenta la historia de Moisés, el hombre más humilde, el gran intercesor, el conductor, el creador de una institucionalidad para ese grupo de tribus semitas que salían de Egipto camino a la tierra prometida, “Sentir en la Iglesia” -y esto, me atrevo a decirles, es tarea particularmente de ustedes, ahora como miembros de la Asamblea Sinodal- “sentir en la Iglesia” supone la capacidad de entrar en el misterio. La Iglesia como ‘pueblo de propiedad del Señor’, la Iglesia como ‘cuerpo de Cristo’. No estamos hablando de una ONG, como dijo el Papa Francisco, la Iglesia no es una ONG. “Sentir en la Iglesia” supone la capacidad de entrar en el misterio.
“Sentir en la Iglesia” supone una Alianza de Dios con un pueblo. Hay una alianza, y una alianza firmada por Dios en la Sangre de Jesucristo. Una alianza de Dios con un Pueblo, no sólo con un conjunto de personas: tiene una organización, tiene un conductor, tiene conciencia de un origen común. Alianza de Dios con un Pueblo.
“Sentir en la Iglesia” supone ser intercesor. Supone llevar al Pueblo lo comunicado por el Señor, y llevar al Señor las necesidades del pueblo. Y supone compartir la suerte de los representados. Cuando Dios dice a Moisés “baja que tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto, ha prevaricado”, Moisés le responde: “Señor, es tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto” (Éxodo 32/11). Comparte la suerte de los representados. “Si los vas a eliminar a ellos, bórrame también a mí del libro que tú has escrito”, le dice. 
“Sentir en la Iglesia” supone tener curiosidad por conocer más al Señor.  Como Moisés que, cuando Dios se le revela como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, llega un momento en que eso no le basta. Él necesita tener una experiencia personal de Dios. “Sentir en la Iglesia” supone tener curiosidad por conocer más al Señor, supone entrar en la nube y permanecer cuarenta días y noches en esa nube de la intimidad con Dios, como Moisés.
“Sentir en la Iglesia” supone ayudar a gobernar. A veces a los seminaristas, en el trabajo como director espiritual del Seminario, les digo: “ustedes harán promesa de obediencia al obispo”. No basta con que ustedes hagan lo que el obispo les manda, esa es una obediencia infantil. La verdadera obediencia es ayudar a gobernar: dar ideas, sugerir al Obispo nuevas formas de escuchar a Dios, mostrar ángulos y sectores que no son tomados en cuenta en los planes pastorales, “sacar la Iglesia a la calle” como insistió el Papa Francisco en Río de Janeiro, asumir tareas odiosas, no buscar visibilidad ni carrerismo, (palabra del Papa Francisco también), porque el carrerismo en la Iglesia es intolerable. Si alguien quiere trabajar en la Iglesia y quiere hacer carrera, ésa no es la Iglesia de Jesucristo. Supone ayudar a gobernar, asumir tareas odiosas. Un cura párroco se enfermó en una parroquia que no es muy apetecida por el clero, tener la capacidad de decirle al obispo: “¿Sabe qué más? Si necesita, mándeme a mí, yo asumo. Estoy dispuesto a asumir tareas odiosas”.  Lo mismo vale para un laico comprometido en la acción pastoral: a veces se vive como una tragedia el que me digan que ya no me necesitan en catequesis o en el Consejo Económico. Sentir en la Iglesia supone ayudar a gobernar.
“Sentir en la Iglesia”, en una frase de un poeta español que se llama León Felipe, es: “no importa llegar primero, lo que importa es que lleguemos todos”. Eso es “sentir en la Iglesia”: caminar como Pueblo de Dios, haciéndome responsable de que también lleguen los más débiles, los excluidos, los enfermos crónicos, los pecadores,  “lo que importa es que lleguemos todos”.
Hablé al comienzo que “sentir” supone percibir, supone escuchar, supone que hay afectos, que hay corazón, que se compromete, que hay sintonía. Ser parte de la Iglesia es sentir “en ella”, sentir en la Iglesia y percibir lo que ella siente. En expresión del Papa Francisco, sentir en la Iglesia es tener olor de oveja. Tener olor de oveja es sentir en la Iglesia.
Sentir en la Iglesia es realizar las mismas obras de Jesús. ¿Cuáles son las obras de Jesús? “Jesús de Nazaret, ungido de Dios con poder, que pasó haciendo el bien, y curando a todos los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él”, dice San Pedro en casa del centurión Cornelio (Hechos 10). ¿Cuáles son las obras que realizó este Jesús que pasó haciendo el bien? Los pobres. “Cómo quisiera una Iglesia de los pobres y para los pobres”, dijo al comienzo de su pontificado el Papa Francisco. Realizar las obras de Jesús es tener sintonía con los pobres, con los pecadores, con los niños, con las mujeres, con los pueblos originarios, con los homosexuales, con los separados, con los estudiantes, con los curas tímidos que se marginan por timidez, con los enfermos. Realizar las mismas obras de Jesús va por allí. Y eso es “sentir en la Iglesia”: realizar las mismas obras de Jesús.
“Sentir en la Iglesia” es tener la capacidad de expresar en gestos. Las palabras no conmueven, los gestos sí. Lo vemos también en el Papa Francisco desde el comienzo. Hace patentes algunas cosas que no necesitan comentario, son evidentes para todos. Cuando él, obispo de Roma, antes de dar la bendición a su pueblo le dice a su pueblo que ore por él y que lo bendiga a él, está haciendo un gesto distinto de lo que se hacía antes. La capacidad de expresar en gestos.
Y por último, “sentir en la Iglesia”, es volver al Vaticano II. ¡Volver al Vaticano II! Lo recibimos, nos interesó, pero después quedó guardado, y no caminamos con el Vaticano II. Y en esto no sólo el concepto de “Pueblo de Dios”, que puso de relieve el Vaticano II, sino también la participación activa del Laico en igual dignidad que el sacerdote. No es sólo la participación activa del laico, sino en igual dignidad que el sacerdote, porque la dignidad viene del ser hijo de Dios por el bautismo y no por la Ordenación presbiteral. ¡La participación activa del Laico!
Y en cuanto a la Liturgia -también sobre el Vaticano II-hay una gran deuda con la Iglesia, y les dejo la palabra a los sinodales: “Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente” (Sacr. Concilium 11). ¡Está pidiendo la participación activa, consciente y fructuosa de los fieles! “La Santa Madre Iglesia desea ardientemente” –¡desea ardientemente!– “que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano”(Sacr. Concilium 14). ¡No basta con que digan “y con tu espíritu” y recen el Padre Nuestro! ¡Esa no es participación plena, consciente y activa, a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano! Y la tercera cita también viene de allí: “Para promover la participación activa, se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos, y también las acciones o gestos y posturas corporales. Guárdese además a su debido tiempo, el silencio sagrado” (Sacr. Concilium 30). Pero hay que promover, dice, la participación activa y para ello se fomentarán las aclamaciones, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos, también las acciones o gestos y posturas corporales.
Y siempre sobre el Vaticano II, “sentir en la Iglesia” es recordar que la Iglesia es Pueblo de Dios, que la Iglesia es misterio y sacramento, que la Iglesia es peregrina, que la Iglesia es servidora y que la Iglesia es Iglesia de comunión.