JESÚS, LUGAR DE LA IGLESIA
P. Eduardo
Pérez-Cotapos ss.cc.
Me pidieron una meditación, una reflexión, una orientación sobre
Jesús en su relación con la Iglesia, o de la Iglesia en su vínculo con Jesús. Y
me pregunté qué podría decir. De Jesús todos sabemos muchísimas cosas.
Podríamos hacer un elenco grande de experiencias y de conocimientos sobre
Jesús. Y me pareció que no me cabía, que no tenía sentido, que hiciera una
síntesis de lo que todos ya sabemos, para eso todos estamos más o menos
capacitados; y además nos la acaba de hacer el padre Jorge perfectamente; por
lo tanto, ya está hecha, no habría que hacer nada más. Me pareció más interesante
poner de relieve algunos aspectos de Jesús que me parecen particularmente
importantes para este momento de la Iglesia.
Días atrás, estando en un grupo en Santiago, donde vivo, alguien
me preguntaba: en este momento eclesial, ¿Qué aspectos de Jesús pondrías de
relieve? ¿Qué aspectos de Jesús resaltarías? Y he seleccionado tres, que quiero
compartir con ustedes en este plano. No es todo lo que se pueda decir de Jesús,
sino algunas cositas que me parecen fundamentales en este momento eclesial y
que pueden servir también para el trabajo sinodal.
1. Lo primero
es el tema de la Encarnación de Jesús. Si uno se acerca a los evangelios, llama
la atención que Jesús sea presentado como alguien que comparte en todo la
condición de sus oyentes. Los que escriben el evangelio no son periodistas, son
creyentes; creyentes que han reconocido a Jesús como mesías, como al hijo de
Dios, lo dicen desde el inicio, por ejemplo en San Marcos (cf. Marcos 1,1). Son personas que se están
jugando la vida por Jesús, profundamente, pero ponen esto como un acento
fundamental de su fe: la Encarnación del Hijo de Dios. No es que por simplismo
no lo reconozcas como hijo de Dios, sino que la fe del Nuevo Testamento es
decirnos: el hijo de Dios ha tomado nuestra condición humana, se ha hecho
semejante en todo a nosotros y lo ha hecho por amor.
Expresiones tan claras como las de San Juan: “Tanto ha amado el
Padre al mundo que nos ha regalado a su Hijo para salvarnos” (cf. Juan 3,16). Ha llegado al extremo de
amor, de darnos a su Hijo en una semejanza a la nuestra. La Encarnación es en
carne semejante a la nuestra, es decir, sometido a nuestras debilidades y eso
como manifestación del amor. De hecho, podemos decir que cuando hablamos de
encarnación, nos podemos imaginar que se trata de una especie de estrategia
apostólica. Tú, cuando vas a un grupo, hazte semejante al grupo, usa el
lenguaje que el grupo tenga; esa estrategia apostólica la conocemos. Aquí, en
cambio, hay un asunto profundo de la fe: Jesús comparte totalmente nuestra
condición humana. Ese es un rasgo de nuestra profesión de fe.
Si ponemos el acento en la Encarnación, estamos desafiados a mirar
con más hondura la misión de Jesús. Pues que, decimos, Jesús actuó predicando,
sanando, anunciando el Reino, llamando discípulos, está bien. Pero ¿cómo lo
imaginamos? ¿En qué categoría lo metemos? Y vemos que en los mismos evangelios,
y hoy día, a Jesús lo ponemos en muchas categorías distintas. Yo seleccioné
algunas que me parecen más frecuentes y que están en la Sagrada Escritura.
Algunos van a afirmar a Jesús como un juez. Como un juez que viene
a premiar. Un juez que viene a premiar a los buenos y a castigar a los malos.
Un Jesús que viene a hacer Justicia. Entonces nosotros, cuando hay un acto de
injusticia nos decimos de repente: Señor, ¿dónde estás tú que toleras estas
cosas? Porque si estuvieras tú, tendrías que hacer justicia. Como que, la
experiencia de la presencia del Señor sería la de un justiciero. Pero Jesús
nunca dice: aquí vengo yo como juez. No está en ninguna parte.
Hay quienes imaginan a Jesús como un líder social, un líder que
conduce las masas, que resuelve los problemas. En el contexto del Nuevo Testamento
eso significa ser el mesías y, entendido como mesías-rey; si después de la
multiplicación de los panes lo quieren hacer rey, lo buscan para hacerlo rey.
Porque la están dando: si un señor, de cinco panes, da de comer a una multitud,
tengámoslo de rey, dicen. Si nos da pan a todo el mundo de un día para otro, se
resuelven tantos problemas. Pero Jesús nunca dice, yo quiero ser rey. En
ninguna parte.
Jesús a veces es presentado como pedagogo, como pedagogo que
enseña los caminos de la fe, de la vida. E incluso en muchos pasajes de los evangelios
se lo llama maestro, Rabí, como si el
problema fuera una falta de comprensión. ¡Hay, Señor!, ¡la gente ya no sabe las
verdades de la fe, ya el catecismo no está bien enseñado!, les falta conocer
bien los contenidos. Porque si conocieran bien los contenidos todo estaría
resulto. Pues no. Podemos conocer los contenidos a la perfección, y los grandes
problemas de la vida no están resueltos. Y Jesús no viene a enseñar, porque la
enseñanza nos queda un poco fuera.
Hay quienes que imaginan a Jesús como un profeta, un profeta con
palabras exigentes, que viene a llamar a la conversión a los pecadores, motivándolos
a la conversión.
Un podría seguir buscando imágenes para Jesús, cada una de ellas
puede que tenga algo de verdad, puede que Jesús tenga algo de juez, algo de
maestro, algo de pedagogo, algo de profeta; pero ninguna de esas imágenes
apunta a lo esencial, y lo más claro es que Jesús no las usa para referirse a
él mismo. A veces acepta, más o menos pasivamente, que se dirijan a él con esos
términos; “Maestro”, por ejemplo; pero no las usa él refiriéndose a sí mismo.
Cuando Jesús quiere hablar de su tarea, de su ministerio, usa
otras imágenes: “No necesitan de médico los que están fuertes, sino los que
están mal”, “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”
(Marcos 2,17). Él es el médico que se acerca al enfermo, al necesitado, al
débil, al frágil, al vulnerable, al pecador, no para enrostrarle sus carencias,
sino para sanarlo, para darle vida. Imagínense ustedes que llega un médico a
verlo a uno y le dice: ‘y tú, tal por cual, cómo te fuiste a enfermar, mira lo
que hiciste’. ¡Qué laya de médico! Es más bien que pregunte: ‘¿Qué te pasa? ¿Qué
síntomas tienes, cómo lo estás llevando adelante? Y veamos, veamos qué podemos
hacer para que te sanes’. Esa es la tarea del médico. Y al médico le permitimos
que nos pregunte muchas cosas que a otra persona no le permitimos que nos
pregunte. Y al médico dejamos que nos toque, que nos palpe por todos lados,
como no dejamos que otra gente lo haga, porque el médico tiene que
interiorizarse de nuestra condición. Mientras más se interiorice, más
claramente va a poder mostrarnos el camino de la salud y de la vida.
El médico se acerca al paciente mirándolo con cariño, con
atención, con sabiduría humana, con sabiduría espiritual, a fin de entender
desde dentro cuál es la situación del enfermo y así poder darle vida. En este
pasaje que ya he citado, “no necesitan de médico los fuertes sino los que están
mal”, san Mateo, cuando da este pasaje, le mete una frasecita intercalada,
entremedio, refiriendo al Antiguo Testamento. Y le dice, porque está esto en
pelea con los fariseos: “Vayan pues a aprender qué significa ‘misericordia
quiero, que no sacrificios’” (Mateo 9,12-13). Si quieren ser médicos, váyanse a
aprender qué significa la misericordia. Es bonita la expresión “Váyanse a
aprender” ¿no? Es como que aquí hay una tarea que va a tomar la vida entera.
En este sentido, la Encarnación de Jesús es manantial de vida para
todos los sufrientes, es obra de la misericordia de Dios, es señal de su
condescendencia para con toda la humanidad. Dando un pasito más, uno puede
meterse en la Carta de los Hebreos, un escrito un poco más tardío del Nuevo
Testamento que reflexiona mucho el sentido de Jesús. La Carta a los Hebreos se
pregunta por las razones profundas de este modo de actuar de Dios. Y nos da el
siguiente texto en el capítulo cuatro: “Teniendo pues un gran sumo sacerdote
que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos nuestra profesión
de fe”. Un gran sumo sacerdote, penetra los cielos, mantengamos la profesión de fe, estamos como en lo más alto, pero aquí
viene lo interesante: “pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como
nosotros, excepto en el pecado” (Hebreos 4,14-15).
Esta es la hermosura de la fe cristiana. Tenemos un sumo
sacerdote, no digamos un cualquiera, que no lo es, pero que es capaz de
compadecerse porque ha experimentado todo lo nuestro, ha compartido nuestra
condición, ha experimentado personalmente nuestra condición de vida. Como para
imaginar esto, recordemos que Jesús ha compartido nuestra alegría, pero también
el dolor, las lágrimas, el sufrimiento cuando ha muerto su amigo lázaro. Jesús
compartió los momentos de claridad personal: “Tú eres mi hijo, el amado”. Y
también nuestros momentos de oscuridad, en el huerto de los olivos y en la
cruz: “Señor, no tengo idea lo que viene, pero que no se haga mi voluntad, sino
la tuya; si es posible, sácame este cáliz”, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?” Son momentos de mucha oscuridad.
Jesús experimentó la experiencia de ser acogido con entusiasmo y
alabado y festejado, y la experiencia de ser rechazado. Incluso rechazado por
los suyos, por los de su pueblo chico, de Nazaret. Ser traicionado por sus
amigos, ser traicionado por sus discípulos, los que él había escogido. Porque
que a uno lo rechacen los malos, está bien, eso es parte de la vida digamos, es
parte hasta de cierto orgullo, ‘me llevo mal con esos, que son mis enemigos’.
Pero entrar en conflicto con los propios, es una cuestión muy complicada. Jesús
experimentó la posibilidad de sanar y de dar vida. Pero también la
imposibilidad de hacer milagros por la falta de fe del pueblo. Han visto cosa
más dramática que cuando uno quiere ayudar a alguien, y ese alguien se resiste,
no escucha la palabra, no se deja ayudar, uno lo ve hundirse en el abismo y
destruirse. Pues esa realidad también la experimentó el Señor. Experimentó todo
lo nuestro: el cansancio, la sed, el hambre, la fatiga, el sueño, el dolor, la
muerte. Incluso, la tentación, los evangelios no lo niegan. A diferencia
nuestra no cayó en el pecado, no experimentó el pecado, pero sí la tentación. Sintetizando
esto, la Carta a los Hebreos llega a decir que “Jesús, habiendo ofrecido en los
días de su vida mortal, ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas, al
que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente y aún
siendo Hijo, por los padecimientos, aprendió la obediencia y, llegado a la
perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para los que le obedecen”
(Hebreos 5,7-9). Aún siendo Hijo, experimentó la obediencia y la experimentó
padeciendo, experimentó esa obediencia a Dios, que es la radical, de la cual el
padre Jorge nos hablaba tan hermosamente: disponerse a muchas cosas que son
ingratas en obediencia a Dios. Él nos hablaba de la obediencia al Obispo y
tenía toda la razón en lo que decía, pero hay algo más de fondo todavía, esa
obediencia radical a Dios, y decir: Señor, no solo acepto lo que tú me mandes,
sino que te buscaré; te buscaré y me dispondré a seguirte.
Y es por eso que Jesús se presenta como un hombre manso y humilde
de corazón, se presenta como el servidor de Yahvé, y ahí sí que acepta esa
expresión para él mismo y la usa simbólicamente. El servidor de Yahvé, que es
un servidor de Dios, que por amor se hace cargo del pecado de su pueblo, por
amor a Dios y a sus hermanos, carga sobre sí las culpas de los demás, para
expiar el pecado de los suyos. Es aquél que libremente entrega su propia vida
para dar vida a los hermanos. Disculpen un ejemplo un poco simplista, es como
el deudor solidario, el aval. Uno se atreve a firmar como aval, porque ese otro
da seguridad que va a pagar. El tema es cuando el avalado no paga, y uno tiene
que hacerse cargo de la deuda. ¡Por Dios que da rabia! Pero si uno se hace
cargo de la deuda con alegría, con gozo:¡lo voy a sacar adelante! y ¡que se
quede con lo que le estoy pagando, como de él!; y con amistad, lo salvaré del
abismo en que está cayendo; bueno, eso es del servidor de Yahvé. Dicho en cosas
mucho más amplias que una deuda.
Este es el nivel profundo de la Encarnación: compartiendo todo lo
nuestro, por su entrega personal nos da la vida, con su palabra, con su ejemplo
nos muestra el camino, pero sobre todo nos muestra vitalmente cuál es el único
camino que lleva a la vida verdadera, entregar la propia vida por los demás. No
hay otro camino que de verdad lleve a la vida y eso Jesús nos lo mostró
prácticamente; en carne y condición humana semejante a la nuestra. Es por eso
que San Juan, quizás yendo más allá de las palabras textuales del Señor, dice:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan
14,6), ‘Yo soy el camino que verdaderamente conduce a la vida’. Es decir, no
hay vida nueva si no es de alguna manera metidos en el cauce que Jesús nos ha
mostrado vitalmente, prácticamente, concretamente.
Para comprender rectamente a Jesús, debemos prestar especial
atención a esta dimensión de encarnación que es obra de su amor, y que a la vez
es la condición apropiada para experimentar esa compasión que es la causa de
nuestra salvación. Él ha pagado por nuestros pecados, él ha asumido una
responsabilidad solidaria por nuestras culpas y nos ha salvado. Es éste un
primer aspecto de Jesús, que quería poner de relieve hoy día.
2. Segundo, es
la dimensión de fe de Jesús. Entender a Jesús como un creyente. Una segunda dimensión
característica es ésta: la relación de Jesús con su Padre. Él ha venido de
Dios, y vuelve a Dios, vive en una permanente obediencia al Padre, como va a
insistir tanto el evangelista San Juan: ‘No hace sino lo que el Padre le ha
mandado hacer, no habla sino lo que ha oído decir a su Padre’. Esta es la
dinámica obediencial de Jesús que permite hablar de él como un creyente, como
el creyente perfecto.
Una palabrita sobre la fe. Porque a veces uno se pregunta: cómo
Jesús va a ser creyente. La fe es confiarse, la fe es fiarse plenamente en un
Dios reconocido como confiable, así lo dice el Papa en la encíclica Lumen Fidei, un Dios confiable del cual
yo me puedo fiar. En esta encíclica, Lumen
Fidei, el Papa define la fe así: «La fe nace del encuentro con el Dios vivo
que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el cual nos
podemos apoyar para estar seguros y construir la vida» (Lumen Fidei 4). Un amor que nos precede, en el cual nos podemos
apoyar para estar seguros y construir la vida. El Padre y el Hijo viven desde
toda eternidad esta permanente comunión de amor, esa es la condición de la
trinidad.
Y partiendo de este horizonte teológico, el Papa llega a una propuesta
sobre Jesús que yo encuentro muy sugerente, en la encíclica Lumen Fidei: «La plenitud a la que Jesús
– estoy citando textualmente- la plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene
otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es solo aquel en quien creemos, la
manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos
para poder creer» (Lumen Fidei 18). Expresión
bonita: Jesús es aquel con quien nos unimos para poder creer. «La fe no sólo
mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es
una participación en su modo de ver» (Idem).
La fe es meterse en los ojos de Jesús y desde ahí enfrentar la realidad,
participar en su manera de ver el mundo; por eso entendemos a Jesús como
creyente que nos permite a nosotros ser creyentes. Y el Papa sabiamente relaciona
esto directamente con la Encarnación: «Para que pudiésemos conocerlo –nuevamente,
Lumen Fidei 18- para que pudiésemos conocerlo,
acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión
del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un
recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo, en su
resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha
entrado en nuestra historia».
Aquí hermanos estamos en un tema central de la fe. Si a Jesús lo
alejamos tanto, tanto, tanto, lo hacemos tan sacral, lo veneramos tanto que lo
separamos de lo nuestro, no estamos venerándolo de verdad, porque lo que él
quiere hacer es ser parte de lo nuestro, encarnarse en lo nuestro, mostrarnos
un camino desde nuestra condición para que podamos seguirlo. Para decir ‘yo sé
mirar como ustedes miran’, nos va a decir Jesús, ‘métanse en mis ojos, miren
conmigo. Es evidente que yo miro de una manera distinta a la de ustedes pero
aprendan, aprendan de mí’, “aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”,
‘aprendan de mí que he cargado con las culpas de ustedes, hagan ustedes lo
mismo; aprendan de mí que les he lavado los pies, pues hagan ustedes lo mismo’.
Qué sacamos con tener un Señor que de verdad sí comparte todo lo nuestro, si lo
imaginamos como no compartiendo lo nuestro; en ese caso no podría ser camino de
vida para nosotros.
Los discípulos comprendieron con claridad que la referencia esencial
y permanente para Jesús en todo era su Padre. Si el evangelio de Juan pone este
rasgo como una dimensión central, al punto de llegar a decir: “Yo y el Padre
somos uno” (Juan 10,30). Los evangelios
nos señalan que esta referencia esencial de Jesús al Padre se expresaba
privilegiadamente en momentos de oración, de oración a solas, de oración ante
los grandes momentos, las grandes decisiones de la vida.
La primera tradición teológica puso el acento en esta dimensión de
obediencia de Jesús como uno de los rasgos que lo dignifica. Nosotros pensamos
que obedecer nos humilla. ¡Yo estoy grande para estar obedeciendo, yo soy
autónomo para obedecer! Es que la obediencia por amor nos dignifica. Todo el
tema del sentir en la Iglesia como lo expresaba el padre Jorge apunta
exactamente en esa línea. La obediencia nos dignifica, la obediencia nos
hermana y nos dignifica, no nos humilla. Y por obediencia Jesús llega a la cruz.
“¡Abbá! ¡Padre! No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Marcos 14,36). Marcos es tan delicado,
dice “¡Abbá! ¡Padre!”‘Papá, Papá cercano, que no se haga lo que yo quiero sino
lo que quieres tú’, y no ‘Juez implacable, qué le vamos a hacer, ya me
condenaste, tengo que acatar la sentencia’; no es esa la actitud, es ‘Abbá,
Abbá que se haga lo quieras tú’. Y no como niño mimado: ‘Papá, papá, papá, haz
lo que yo quiero y si no me pongo a chillar’; entonces ahí no estamos en el
misterio de la fe. Y como dice el himno de la Carta a los Filipenses, “se hizo
obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz”, muerte humillante de cruz,
“Por eso, - por eso, porque se hizo obediente - Dios lo exaltó, y le dio el nombre
que está sobre todo nombre” (Filipenses
2,8).
Este es el segundo rasgo que yo quería poner de relieve y resaltar
para este momento, Jesús como el creyente, Jesús como el que nos enseña a
creer, Jesús como quien se confió totalmente en su Padre y por eso nos enseña a
confiarnos en Dios, o más bien, tomando una expresión del Papa, nos acompaña
para confiarnos en Dios de un modo ilimitado. La carta a Los Hebreos, que tiene
una cristología tan hermosa nos dice: “Fijos los ojos en Jesús, el que inicia y
consuma la fe” (Hebreos 12,2). Fijos
los ojos en Jesús, punto de partida y meta de nuestra fe. Jesús nos muestra el
camino para acércanos al Padre, nos regala ojos para ver, corazón para
confiarnos plenamente en Dios. El papa Francisco lo va a decir de una manera
bonita, sirva de resumen. Dice: “Tenemos necesidad de alguien que sea fiable y
experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos
explica a Dios” (Lumen Fidei 18). El
Hijo es el que nos explica a Dios, expresión bonita, plástica. “La vida de
Cristo (…)” es decir, nos dijo el papa “-su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación él- abre un
espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar” (Idem). Corramos el riesgo de decir: ‘Señor,
me confío totalmente en Dios’, pero totalmente, totalmente, como esas abuelitas
santas que uno encuentra por ahí de repente, que se han confiado en Dios desde
siempre, al ciento por ciento. Saben re poco de teología y tienen re poca
teoría sobre la Iglesia, pero han sabido que Dios es lo esencial para la vida y
se confiaron. Si hiciéramos eso, estamos de verdad entrando en los ojos de
Jesús.
¿Qué me interesa acá decir? Que la vida de Jesús es incomprensible
sin este vínculo con el Padre, eso es lo que le da una clave de interpretación
y ese vínculo con el Padre es la confianza total puesta en Dios. Si entendemos
a Jesús como el bonito Maestro, como el que nos enseña, como el que hace
milagros, como el que nos muestra esto, nos hace aquí, nos hace allá, y nos
olvidamos que todo eso es porque hay un vínculo con el Padre, no hemos
entendido el misterio de Cristo.
3. Y un tercer
aspecto. Los Evangelios nos muestran un lenguaje de Jesús atrayente,
convincente, entusiasmante. Detengámonos un poquito en el lenguaje de Jesús, en
el modo como Jesús habla. Nos dice que Jesús hablaba de una manera que
resultaba atrayente para sus contemporáneos; actuaba y hablaba de un modo
especial, enteramente distinto al modo de hablar de los escribas y de los fariseos,
que podían ser un poquito los colegas de Jesús, digamos. Socialmente, uno podría
decir: Jesús es como un escriba, es como un maestro de la ley. Es que hablaba
de otra manera, era completamente de otro estilo, totalmente distinto. Es como
cuando uno va a un médico y a uno le dice, ‘lo que tiene usted es no sé qué, no
sé qué’, con unas palabrotas que uno no entiende y no se acuerda; y ese otro
médico que le da consejos prácticos, y uno dice ‘al fin entendí lo que me
pasaba, porque me lo dijeron de una manera comprensible’.
¿Dónde está diferencia del lenguaje de Jesús? En que tenía una
fuerza interior en sus palabras que resultaba fascinante, que dejaba admirados a
quienes entraban en contacto con él. Para quienes lo siguieron, para sus
discípulos, Jesús fue un hombre que los conmovió, los conmovió profundamente.
El encuentro con Jesús les cambió la vida, les rompió la normalidad en que
vivían hasta ese momento, para decirlo de alguna manera. Eran pescadores,
tranquilos, con sus familias, sus parientes, sus botes, sus redes, como tantos
pescadores de esta misma diócesis. Lo dejaron todo, y se fueron a una vida
nueva y a una vida de itinerantes. Porque a veces imaginamos una vida nueva, ‘yo
dejo esto, y me voy a instalar a otra parte’. Rehago mi bote, rehago mis redes,
rehago mi casa, rehago mis amistades. Pues no, señor. Andaban cambiando de
lugar todos los días: cada dos días, cada tres días, y por lo tanto se acabaron
los botes, se acabaron las redes, se acabaron las amistades, se acabó la casa
establecida, se acabó eso que uno vaya acumulando cosas en su pieza y cuando le
toca cambiarse viene toda la complicación, ¿qué hago con tanto cachureo? Sino
que, solo una maletita, lo más chiquitita posible porque vamos a tener que ir
cambiando de lugar permanentemente.
Vida de itinerante, de itinerantes asustados, porque no los llamó
para decirles ‘¿saben amigos? hagamos un Sínodo, establezcamos un proyecto y
luego nos dedicamos el resto de la vida a aplicar el proyecto que hemos
elaborado en común’. El Señor les dijo: ‘Vengan y síganme’. ‘¿Para dónde?’‘Para
donde yo vaya. Síganme’. Y cuando iban camino de Jerusalén, los discípulos
dicen ‘esta cuestión va mal, en Jerusalén no nos va a ir bien’. Van tan
asustados que no se atreven ni a preguntarle; muertos de miedo, pero
calladitos. Se han fijado que cuando uno tiene mucho miedo no pregunta. Cuando
uno sabe que hay un problema, se hace el de los lesos, se va por otro lado, y
no pregunta qué pasa, prefiere no saber; porque así van los discípulos,
prefieren no saber dónde el Señor los está llevando. Porque claro, ellos van
siguiendo a Jesús; van siguiendo a Jesús, que camina adelante, y los deja
desconcertados, pero fascinados. No lo comprenden, pero los deslumbra, los
entusiasma; que con su sola palabra Jesús haya llamado a un grupo de doce a
seguirlo, que hayan dejado todo y lo hayan seguido tiene una cuestión
fascinante, radical. Es verdad, los evangelios pueden contar las cosas un
poquito embellecidas, puede ser un relato hecho a posteriori, las cosas no eran
tan claras; pero sí es claro que estos discípulos lo siguieron y terminaron dando
la vida por él, y por la sola palabra del Señor que los llamaba.
Jesús goza de una autoridad que viene desde su interior. Jesús no
tiene una autoridad que le venga desde afuera, no tiene un reconocimiento
oficial de nadie, nadie le ha dado un título, un diploma, que cuelgue en su
pared, o una cuestión que se cuelgue en el pecho; ni reconocimiento de
autoridades civiles, religiosas, o políticas. La fuerza de Jesús está en su
palabra, en la coherencia de su mensaje. ¿Y por qué es entusiasmante su palabra
y su mensaje? Porque sabe ver la realidad de sus contemporáneos, sabe mirar con
hondura, con esa capacidad de penetración que solo puede dar una mirada
templada en el amor. Aquí hay pocas mujeres, pero en honor a las pocas que hay -que
deberían ser más, a lo mejor como pasa siempre en la Iglesia-, es como esas
mujeres un poco brujas, que uno llega y si a uno lo conocen al minuto le dicen:
‘qué te pasa, en qué andas, de qué se trata’. ‘Pero si no te he dicho anda,
estoy muy bien’. ‘No estás bien’. Es decir, se puede ver la hondura cuando se
mira con amor, ésa es la palabra de Jesús que es entusiasmante. Y poder decir a
la gente eso que uno a veces no quiere oír y cuando se lo dicen de frente lo
dejan paralizado, o que quiere oír pero no se atrevía ni a preguntar. Ustedes saben
que todos somos los reyes para hacernos los lesos, aquí y allá, y allá y acá,
salvo cuando nos calzan. Cuando nos dicen la palabra exactísima que nos desnuda
y uno entra en temblor. Si es muy fresco se las arreglará, cambiará de tema,
hará un chiste pero uno queda como desubicado: ‘me pillaron, me desnudaron’.
Bueno, esa es la palabra de Jesús, es un lenguaje agudo porque es
capaz de entender el corazón; no es un lenguaje pesado, no es un lenguaje
exigente, condenador, sino radical con una mirada que entiende, que entiende
con amor. No juzga ni condena, es el médico que busca entender la situación de
la persona a fin de darle indicaciones que le ayuden a mejorar la calidad de
vida. No habla para invitarlo a cambiar, por decirlo así, sino que le habla
para invitarlo a entender mejor su vida y a vivir mejor, para vivir con más
calidad. Y por eso la palabra de Jesús resuena como creíble, como convincente
porque da cuenta de la realidad que están viviendo sus interlocutores. Es una
palabra que tiene fuerza porque tiene raíces en la vida concreta de las
personas, y es eso probablemente lo que hace que pescadores escuchen, dejen
todo y se vayan tras él.
Las palabras de Jesús son palabras que revelan los corazones, que
tocan la raíz profunda donde se anudan nuestras decisiones más hondas. Este
rasgo impresionó profundamente a los contemporáneos de Jesús. Hay expresiones
en los evangelios: ‘la gente se asombraba de su doctrina, porque nos enseñaba
como quien tiene autoridad y no como los escribas’ (Mateo 7,28-29). Como quien tiene autoridad y no como los escribas,
esto es irónico. Los que tenían autoridad eran los escribas, tenían título, eran
los maestros de la ley, profesionales, estudiados. Pero el que tenía la
autoridad real, real, era Jesús. Es como en una parroquia. Los curas somos los
que tenemos derecho a hablar y a hablar de todo. De repente nuestra palabra es
creíble, y otras veces sale una pobre viejita por ahí con un discursito así
medio tembloroso pero que dice la verdad verdadera y todos se la creen. La
pobre señora no tiene ningún derecho a hablar pero es la que habla con
autoridad. ¿Por qué? Porque recoge la experiencia y nos deja desautorizados a
los que tenemos la autoridad recibida pero a lo mejor no hemos sabido calar en
hondura lo que ahí estaba sucediendo. O en otros pasajes del evangelio: ‘quién
es este que hasta el viento y el mar le obedecen’ (Marcos 4,41).
Si la palabra de Jesús tiene esa capacidad de ayudar a ver a la
propia realidad personal con ojos nuevos y por lo mismo pone a cada creyente
ante una disyuntiva fundamental: acoger la palabra y entrar en la vida nueva o
cerrarse a ella y mantenerse en la rutina. Porque cuando todo sucede más o
menos rutinariamente uno puede continuar la rutina, y no hay mucho pecado, se
ha hecho siempre igual; pero cuando a uno lo ponen en una disyuntiva, ‘mira las
cosas en profundidad, ¿qué es lo que está pasando? Es esto y esto, hacemos acá
o hacemos allá’, tengo que optar. Y la palabra de Jesús como que nos saca de la
rutina, nos pone ante la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestra Iglesia,
del país, del mundo, de las personas, y nos obliga a optar. Los evangelios
dicen en este sentido que la palabra de Jesús pone en crisis a sus oyentes, los
pone en actitud de discernimiento, de discernimiento de las consecuencias de lo
que están viviendo y les pide optar. La palabra de Jesús, justamente porque
extrae, porque interpreta lo que somos, nos pide tomar opciones y no resolver
todo por rutinas.
En expresión de San Juan, que dice las cosas más clarito, como yendo
más allá del Señor: “Porque Dios no ha enviado a su hijo al mundo para juzgar
al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es
juzgado, pero el que no cree ya está juzgado porque no ha creído en el nombre
del Hijo unigénito de Dios. El juicio está en que la luz vino al mundo y los
hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras era malas” (Juan 3,17-19). Si todo está oscuro,
hermanos, y no vemos las cosas y no tenemos claridad, que nadie nos condene
porque actuamos mal. Pero si tenemos luz y vemos, y preferimos las tinieblas,
nos hacemos culpables. Y la palabra de Jesús tiene ese poder de fascinación, de
novedad, que nos pone ante la obligación de optar por él o por nuestras propias
ideas, que es contra él. Y nos condenaremos no porque hayamos hecho mal, porque
el buen ladrón era malo hasta el minuto que estaba en la cruz, pero fue capaz
de acoger la luz del Señor y entrar en un camino nuevo.
Estos son los tres rasgos que yo quería recordar hoy día del
Señor, proponer.
- Jesús encarnado, compartiendo todo lo nuestro como manifestación
plena del amor de Dios, esta idea de que Dios nos salva desde el codo a codo de
nuestra vida cotidiana, no por medio de decretos que vengan de lo alto. Permítanme
la expresión del Papa Francisco, de la Lumen Fidei, reciencita: “Cristo ha bajado a la tierra y ha
resucitado de entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de
Dios ha abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones
mediante el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a
nosotros” (Lumen Fidei 20).
- Jesús creyente, viviendo una permanente y estrecha relación con
su Padre, porque la vida de Jesús pierde su horizonte sin esta relación
trascendente hacia el Padre y es precisamente ésta relación de confianza plena
la que nos da ojos nuevos para acercarnos a Dios. En expresión del papa Francisco:“La fe nace del encuentro con el Dios vivo,
que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede”, nos acompaña,
para que estemos seguros y en él podamos “construir la vida. Transformados por
este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa
de plenitud y se nos abre la mirada al futuro” (Lumen Fidei 4), se nos abre la mirada de futuro de Dios, no
de nuestros planes ni de nuestros problemas.
- Y por último, este Jesús atrayente, que predica, que actúa de un
modo tal que resulta fascinante aún para sus contemporáneos, atrae porque habla
con amor de la vida real, porque posee una mirada amorosa, compasiva, misericordiosa,
capaz de salvar nuestras realidades cotidianas y abrirnos los ojos para mirar
nuestra vida de un modo nuevo. Y esta es la novedad del Evangelio.
Hasta aquí hermanos lo que quería comentar de Jesús. Y les decía
que estos rasgos yo los escogía pensando también en la realidad de la Iglesia.
La Iglesia, Jesús lugar de la Iglesia. Permítanme mostrarles las cartas,
mostrar el otro lado del discurso. Yo tengo la impresión de que como Iglesia
estamos en momentos complicados, porque nos sentimos frágiles, débiles,
normales. El mundo está lleno de problemas y los mismitos problemas tenemos
metidos dentro. Creíamos que éramos mejores y no somos mejores, somos
parecidos, somos parecidos en todo. Jesús es semejante en todo a nosotros menos
en el pecado y la Iglesia es semejante en todo a la humanidad incluso tantas
veces en el pecado. Y entonces ¿Qué hacemos? ¿Estamos liquidados, avergonzados,
callados, humillados eternamente? ¿O será ésta una condición de encarnación que
nos muestre un camino de humildad? De ser mansos y humildes de corazón, codito
a codito; decirle ‘hermanito, soy tan malo como tú, pero la fuerza me viene de
Dios’. Y frente a Dios podemos estar de una manera nueva. Y quizá la condición
de sabernos iguales al resto en el mal, en vez de paralizarnos apostólicamente
puede ser una ocasión privilegiada para encontrar otras maneras sencillas,
humildes, cotidianas, misericordiosas, compasivas, codo a codo, para anunciar
el evangelio.
Segundo rasgo, como Iglesia nos hemos creído a veces poseedores de
Dios. El papa Francisco dijo, de repente en esas imágenes un poco brutales que
tiene, que al Señor lo teníamos encerrado a dentro de la Iglesia. Que estaba
golpeando la puerta no para entrar sino para que se la abrieran para salir,
porque lo tenemos encerrado. Es decir, hablar de Dios hermanos es muy
complicado. Dios es muy grande, muy trascendente. Y estamos en una sociedad
cada vez más plural y que no nos acepta el discursito de que nos creamos
poseedores de Dios. Tenemos que ser, tenemos que aprender a ser creyentes con
Jesús en un Padre que es mucho más que nosotros. Si Jesús dice, Jesús, Hijo,
dice ‘Yo solo hago y digo lo que el Padre me enseña, y el Padre es más que yo,
y hay cosas que solo las sabe el Padre’. Y nosotros de repente creemos
sabérnoslas todas, y creemos tener a Dios armadito, bonito, simplecito,
ordenadito. Es que eso es un ídolo, es que eso es un ídolo.
Y el papa Francisco en esta primera encíclica sobre la fe, tiene
un capítulo largo, hermoso sobre la idolatría como riesgo de la fe (Lumen Fidei 13). Hacernos un dios a la
medida. Esta diócesis tiene un diálogo duro, exigente con los hermanos
reformados, protestantes y otras confesiones de fe. No vamos a poder dialogar
mientras creamos ser poseedores de Dios. Solo cuando nos pongamos humildemente
diciendo ‘busquemos a un Dios que está en mí, que está en ti, pero nos transciende
a ambos’, vamos a poder dialogar. Incluso con el no creyente. Hay también una veta
de bastante dificultad con la fe en esta diócesis, pero también es una
oportunidad de dialogar; es decir, Dios es más, es más que tu no creencia, es más
que mi manera pequeña de entender: busquémoslo, busquémoslo en común. Es decir,
reforzar esta idea de un Dios, Señor, Padre trascedente y aprender de Jesús,
ojos para relacionarse con el Padre. Jesús nunca dice: ‘no, saben que el Padre
me contó que aquí y allá, que teníamos las cosas ya previstas, ya planificadas.
Es que yo al Padre le pido cualquier cosa y me la concede’. Jesús vive el
misterio del Padre. Que vivamos el misterio de Dios. Yo creo que ese es un
desafío gigantesco hoy día.
Y lo tercero es el lenguaje. Aquí estamos entre hermanos de
Iglesia. A mi asusta que en nuestro discursos de Iglesia, en todos los niveles,
del Papa hasta la catequesis familiar de las parroquias, o bautismal, tenga un
discurso muy bonito, teológicamente muy correcto, decimos cosas muy sanas, pero
tan lejos de la vida real de la gente. Con palabras y con estilos tan distantes
que finalmente, disculpando la expresión, nadie nos pesca. Nadie nos pesca. Que
es lo peor, porque si pelearan y contra argumentaran y se metieran en el debate
estaríamos mucho mejor. “Ya; el padrecito predica su cuestión, pero después
viene la vida, y ahí están las cosas verdaderas. Eso es un discursito bonito que
el tiene que decir”. Es decir, si no recuperamos un lenguaje como el de Jesús,
un lenguaje que tenga algo de fascinación, de capacidad de tomar la vida, vamos
a quedarnos sin palabras, que es un poquito mi sensación en estos momentos.
Tenemos tantos documentos en la Iglesia, buenos, hermosos, claros; pero que
finalmente, discúlpenme, llegan poco a la gente. Llegan poco. Y no son palabras
que entusiasmen, que den vida y que transformen el corazón. ¿Cómo recuperar un
lenguaje eclesial atrayente? Estamos en un momento privilegiado. El papa
Francisco nos está habituando a expresiones así cortitas, breves,
espectaculares; se está jugando en este tema del lenguaje. Es un tema que el
Papa ya que ha trabajado formalmente: un lenguaje más incisivo, con esas
imágenes que se nos van quedando en la memoria.
Esto es mostrarles el otro lado del discurso, ya que de alguna
manera, me parecía, estos tres rasgos de la persona de Jesús que son muy
importantes, pueden ser interesantes para nosotros en este minuto de la vida
eclesial.